Gorila Seguir
Gamma
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Sabado, 6AM. Llego a casa borracho, arrastrándome por las escaleras como una lombriz que lucha por emerger de la tierra. Nada más conquistar el último peldaño, una acechante sensación invade mis entrañas: Sí, la noche ha sido demasiado corta. Quiero otra copa, un cigarro, y una buena hembra que me caliente en sus senos. Soñar es gratis, coño.
Caliento un caldo en el microondas y me siento en el sofá para ver un capítulo de The Mandalorian. Pero huir de la verdad nunca es la mejor opción, y con el ardiente brebaje de los dioses sanando mi espíritu, me doy cuenta de que lo único verídico aquí es que el Mandaloriano es una basura. Mejor ver cómo van mis nichos e irme a dormir. Sin observar ninguna novedad, llega, como de la nada, del vacío, un impacto de bala que me desgarra los cojones. Un teléfono móvil desconocido se había conectado a una de mis cuentas. VOY A POR MI HACHA.
Todo lo que consigo descubrir sobre el sucio bastardo es que se conectó el 20 de enero DESDE MI MISMA IP. Lo que significa que es alguien conocido. Un enemigo cercano, desde luego. También conozco el modelo de su móvil, un ONE PLUS. ¿Cuántos de mis enemigos tienen ese smartphone? No debería ser demasiado complicado averiguarlo. Toda la información que me haya podido robar no puede compararse con el dolor que sufrirá cuando le robe el arma y penetre su cadáver hasta entregarlo yo mismo en las puertas del infierno. Pero es tarde y tengo que dormir.
Me despierto bastante jodido, y cuando la luz entra por mis ojos, mi mente reproduce el sabor de la sangre de mis enemigos caídos. Me gusta. Con paciencia, cambio las contraseñas de todas mis cuentas, cambio el patrón de las vinculaciones, y guardo las cosas importantes en un disco duro. Solo unas pocas cosas, ya va siendo hora de dejar morir algunos proyectos. Sí, es la hora de formatear todos mis dispositivos. Mientras, pienso en mi estrategia, mis opciones, y mi plan de venganza.
Hay algunas opciones interesantes a la hora de restablecer los datos de un ordenador. Es broma, la única opción interesante es la de destruirlo todo, que los bits ardan en la hoguera hasta que se conviertan en un recuerdo de las perdidas almas computacionales. Esto lleva un tiempo, y mientras una ventana muestra una barra que avanza lentamente, observo en mi escritorio los programas que están a punto de ser exterminados. Mis programas. El viejo Premiere, el polivalente Photoshop, la sensual Battlefield... todas ellas me miran con ojos lacrimosos, a sabiendas de que se aproximan a una inminente ejecución. Todas, menos una. Una siniestra aplicación que me mira de manera inexpresiva. Al principio no la reconozco, ni me acuerdo de haberla instalado hasta que su estúpida mirada inerte me refresca la memoria. Se llama Bluestacks, un programa que emula un smartphone, instalado el 20 de enero.
Caliento un caldo en el microondas y me siento en el sofá para ver un capítulo de The Mandalorian. Pero huir de la verdad nunca es la mejor opción, y con el ardiente brebaje de los dioses sanando mi espíritu, me doy cuenta de que lo único verídico aquí es que el Mandaloriano es una basura. Mejor ver cómo van mis nichos e irme a dormir. Sin observar ninguna novedad, llega, como de la nada, del vacío, un impacto de bala que me desgarra los cojones. Un teléfono móvil desconocido se había conectado a una de mis cuentas. VOY A POR MI HACHA.
Todo lo que consigo descubrir sobre el sucio bastardo es que se conectó el 20 de enero DESDE MI MISMA IP. Lo que significa que es alguien conocido. Un enemigo cercano, desde luego. También conozco el modelo de su móvil, un ONE PLUS. ¿Cuántos de mis enemigos tienen ese smartphone? No debería ser demasiado complicado averiguarlo. Toda la información que me haya podido robar no puede compararse con el dolor que sufrirá cuando le robe el arma y penetre su cadáver hasta entregarlo yo mismo en las puertas del infierno. Pero es tarde y tengo que dormir.
Me despierto bastante jodido, y cuando la luz entra por mis ojos, mi mente reproduce el sabor de la sangre de mis enemigos caídos. Me gusta. Con paciencia, cambio las contraseñas de todas mis cuentas, cambio el patrón de las vinculaciones, y guardo las cosas importantes en un disco duro. Solo unas pocas cosas, ya va siendo hora de dejar morir algunos proyectos. Sí, es la hora de formatear todos mis dispositivos. Mientras, pienso en mi estrategia, mis opciones, y mi plan de venganza.
Hay algunas opciones interesantes a la hora de restablecer los datos de un ordenador. Es broma, la única opción interesante es la de destruirlo todo, que los bits ardan en la hoguera hasta que se conviertan en un recuerdo de las perdidas almas computacionales. Esto lleva un tiempo, y mientras una ventana muestra una barra que avanza lentamente, observo en mi escritorio los programas que están a punto de ser exterminados. Mis programas. El viejo Premiere, el polivalente Photoshop, la sensual Battlefield... todas ellas me miran con ojos lacrimosos, a sabiendas de que se aproximan a una inminente ejecución. Todas, menos una. Una siniestra aplicación que me mira de manera inexpresiva. Al principio no la reconozco, ni me acuerdo de haberla instalado hasta que su estúpida mirada inerte me refresca la memoria. Se llama Bluestacks, un programa que emula un smartphone, instalado el 20 de enero.
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