G
Gorila
Gamma
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No siempre voy al mismo bar a trabajar en mis webs; no me gusta conocer gente, ni que me conozcan. Esta mañana, encuentro uno lo suficientemente vacío como para agradarme, y allí me siento. Llevo ya unos años fracasando en esto de internet como para no saber que la clave está en analizar minuciosamente la sociedad, detectar un problema, y ofrecer un recurso para solucionarlo. El viejo camarero me trae mi orujo y me cobra tímidamente. Por un instante, veo en sus ojos lo más profundo de su existencia, de su vida. Este triste propietario, malamente envejecido, y sin una alianza, es desde luego lo que creo que es.
Me siento en una mesa y me pongo a trabajar acelerado como un cocainómano con mono. Salirdelarmario.com es la mejor idea que he tenido en semanas. Entre otras cosas, preparo la web, y me pongo a buscar fotos de homosexuales en un banco de imágenes. Entonces lo noto, en mi nuca, los ojos de un sucio fisgón. Giro la cabeza y lo veo; veo sus ojos mirándome, juzgándome. Ese bastardo retrógrado se cree con el derecho de meter sus narices donde no le llaman. Estamos en el 2020. Vuelvo a mirar mi pantalla. No me puedo concentrar. El hielo de mi orujo se está derritiendo y me imagino sus ojos arrancados dentro del vaso, su sangre mezclándose con el orujo y formando el mejunje perfecto con el que me enjuagaría la boca. Pero he venido trabajar, así que me pongo al otro lado de la mesa, quedándome frente a él.
Puedo reconocer a un cobarde con solo sostenerle la mirada. El cobarde sabe que lo es, por eso trata de disimularlo y aguantar, pero tarde o temprano, cede. Alguien valiente no pierde el tiempo con esa tontería. Como me lo imaginaba, mi mirada penetra por el cráneo del fisgón y sus ojos luchan por no llorar. Contento con mi victoria, continúo mi trabajo.
La euforia que me produce reducir a mi enemigo me anima a hacer algo muy inusual. Me levanto con mi copa vacía y me siento en la barra. Cuando le pido otro orujo al camarero le hablo del tiempo, intentando entablar conversación. Si quiero recavar información y descubrir todos los secretos sobre la secreta homosexualidad del viejo, tengo que elaborar una rápida estrategia. Tal vez pueda fingir ser gay y seducirlo. Eso es, y después podré testar mi idea con él. Fijo mis ojos en él, sin apretar demasiado, y le pregunto por su vida. De repente, una mujer joven entra al bar, se mete dentro de la barra y besa al hombre. 'Es mi novia', dice.
Aturdido me siento en mi mesa. Ese viejo decrépito no solo no era gay, sino que tenía una novia veinte años más joven que él. Entonces, el hombre al que mi fulminante mirada había vencido, se levanta y camina hacia el baño. Da un rodeo y pasa detrás de mí. Los veo, sus asquerosos ojos de fisgón, en la pantalla de mi ordenador que muestra un banco de imágenes de hombres besándose. Ya veremos si mantiene esa mirada burlona cuando profane su cadáver.
Me siento en una mesa y me pongo a trabajar acelerado como un cocainómano con mono. Salirdelarmario.com es la mejor idea que he tenido en semanas. Entre otras cosas, preparo la web, y me pongo a buscar fotos de homosexuales en un banco de imágenes. Entonces lo noto, en mi nuca, los ojos de un sucio fisgón. Giro la cabeza y lo veo; veo sus ojos mirándome, juzgándome. Ese bastardo retrógrado se cree con el derecho de meter sus narices donde no le llaman. Estamos en el 2020. Vuelvo a mirar mi pantalla. No me puedo concentrar. El hielo de mi orujo se está derritiendo y me imagino sus ojos arrancados dentro del vaso, su sangre mezclándose con el orujo y formando el mejunje perfecto con el que me enjuagaría la boca. Pero he venido trabajar, así que me pongo al otro lado de la mesa, quedándome frente a él.
Puedo reconocer a un cobarde con solo sostenerle la mirada. El cobarde sabe que lo es, por eso trata de disimularlo y aguantar, pero tarde o temprano, cede. Alguien valiente no pierde el tiempo con esa tontería. Como me lo imaginaba, mi mirada penetra por el cráneo del fisgón y sus ojos luchan por no llorar. Contento con mi victoria, continúo mi trabajo.
La euforia que me produce reducir a mi enemigo me anima a hacer algo muy inusual. Me levanto con mi copa vacía y me siento en la barra. Cuando le pido otro orujo al camarero le hablo del tiempo, intentando entablar conversación. Si quiero recavar información y descubrir todos los secretos sobre la secreta homosexualidad del viejo, tengo que elaborar una rápida estrategia. Tal vez pueda fingir ser gay y seducirlo. Eso es, y después podré testar mi idea con él. Fijo mis ojos en él, sin apretar demasiado, y le pregunto por su vida. De repente, una mujer joven entra al bar, se mete dentro de la barra y besa al hombre. 'Es mi novia', dice.
Aturdido me siento en mi mesa. Ese viejo decrépito no solo no era gay, sino que tenía una novia veinte años más joven que él. Entonces, el hombre al que mi fulminante mirada había vencido, se levanta y camina hacia el baño. Da un rodeo y pasa detrás de mí. Los veo, sus asquerosos ojos de fisgón, en la pantalla de mi ordenador que muestra un banco de imágenes de hombres besándose. Ya veremos si mantiene esa mirada burlona cuando profane su cadáver.
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