Como católico, creo firmemente en la Biblia, porque no es un simple libro antiguo, sino Palabra de Dios viva y eterna. En ella no se pretende explicar científicamente el universo, sino revelarnos verdades fundamentales: que todo lo que existe fue creado por Dios con un propósito, que el ser humano no es fruto del azar, sino creado a imagen y semejanza de Dios, y que nuestra vida tiene un sentido eterno.
Ahora bien, como católico también reconozco que la fe y la razón no se contradicen. De hecho, la historia demuestra que fue justamente dentro del seno de la Iglesia Católica donde surgieron muchas de las bases del conocimiento científico moderno. No muchos saben, por ejemplo, que el padre Georges Lemaître, un sacerdote católico, fue quien formuló la teoría del Big Bang. Muchos sacerdotes fueron científicos destacados: Gregor Mendel, padre de la genética; Roger Bacon, pionero del método científico; Nicolás Steno, padre de la geología moderna, y muchos más. Además, muchas universidades, hospitales y centros de estudio que dieron origen al pensamiento científico actual fueron fundados por la Iglesia.
El Magisterio de la Iglesia nunca ha rechazado la ciencia verdadera; al contrario, la ha promovido y defendido, siempre que esté al servicio de la verdad y del bien del ser humano. El Catecismo dice que la fe y la ciencia auténtica no pueden contradecirse, porque ambas tienen su origen en Dios.
Así que no se trata de elegir entre la teoría del Big Bang o la Biblia. La ciencia puede explicar el "cómo" suceden las cosas en el universo; la Biblia nos muestra el "quién", el "por qué" y el "para qué". Como católico, puedo aceptar los avances científicos con gratitud, pero sin dudar nunca que todo lo creado tiene un Creador, y que todo tiene un sentido más allá de lo material.