
Jhosiel
Beta
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Elian era un compositor de un talento generacional, pero vivía en el lugar más silencioso del mundo: una habitación perfectamente insonorizada, un encargo de un misterioso y acaudalado "Benefactor".
La tarea era simple: componer la obra maestra definitiva, una melodía que cambiaría el mundo. No tenía contacto con nadie, solo comida y papel pautado que aparecían a diario.
Los meses se convirtieron en un año.
El silencio, que al principio fue un lienzo en blanco, se volvió una presión aplastante. Elian sentía que se volvía loco. Empezó a "escuchar" fragmentos de una melodía en su mente, una tonada tan hermosa y compleja que lo aterrorizaba.
Se negaba a escribirla, luchando contra ella como si fuera un veneno.
Creía que el aislamiento le había roto.
Una mañana, desesperado y al borde del colapso, decidió rendirse. Con la mano temblorosa, tomó la pluma y comenzó a trazar las notas de esa melodía imposible que lo atormentaba en el silencio.
Estaba a punto de escribir el último compás cuando una nota, diferente a las demás, se deslizó por debajo de la puerta. Estaba escrita con prisa y pánico.
Elian la recogió. No era del Benefactor, o al menos, no como siempre. Decía:
"No la termines. El silencio es lo único que lo contiene. Hemos fallado. Perdónanos."
De repente, Elian comprendió. El sudor frío recorrió su espalda mientras miraba el papel pautado. La habitación no era para mantener el mundo afuera. Era para mantener algo adentro. Él no era el prisionero; era el incubador.
Y la melodía no era su creación; era una entidad que había estado creciendo en el único lugar donde podía nacer: el silencio absoluto.
El Benefactor no era un mecenas, era un guardián. Y acababa de abandonar su puesto.
Ahora, solo en el silencio, con la pluma en la mano y la melodía rugiendo en su cabeza exigiendo nacer, Elian entendió que la puerta nunca estuvo realmente cerrada para él, sino para lo que estaba a punto de desatar.
La tarea era simple: componer la obra maestra definitiva, una melodía que cambiaría el mundo. No tenía contacto con nadie, solo comida y papel pautado que aparecían a diario.
Los meses se convirtieron en un año.
El silencio, que al principio fue un lienzo en blanco, se volvió una presión aplastante. Elian sentía que se volvía loco. Empezó a "escuchar" fragmentos de una melodía en su mente, una tonada tan hermosa y compleja que lo aterrorizaba.
Se negaba a escribirla, luchando contra ella como si fuera un veneno.
Creía que el aislamiento le había roto.
Una mañana, desesperado y al borde del colapso, decidió rendirse. Con la mano temblorosa, tomó la pluma y comenzó a trazar las notas de esa melodía imposible que lo atormentaba en el silencio.
Estaba a punto de escribir el último compás cuando una nota, diferente a las demás, se deslizó por debajo de la puerta. Estaba escrita con prisa y pánico.
Elian la recogió. No era del Benefactor, o al menos, no como siempre. Decía:
"No la termines. El silencio es lo único que lo contiene. Hemos fallado. Perdónanos."
De repente, Elian comprendió. El sudor frío recorrió su espalda mientras miraba el papel pautado. La habitación no era para mantener el mundo afuera. Era para mantener algo adentro. Él no era el prisionero; era el incubador.
Y la melodía no era su creación; era una entidad que había estado creciendo en el único lugar donde podía nacer: el silencio absoluto.
El Benefactor no era un mecenas, era un guardián. Y acababa de abandonar su puesto.
Ahora, solo en el silencio, con la pluma en la mano y la melodía rugiendo en su cabeza exigiendo nacer, Elian entendió que la puerta nunca estuvo realmente cerrada para él, sino para lo que estaba a punto de desatar.